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Amamos la vida, queremos vivir, queremos plenitud, queremos ser amados y en ese querer queremos mal porque no sabemos llenar eso que queremos.

Queremos vivir pero no sabemos que “vivir” no es acumular años, tampoco es acumular “experiencias”, sino tener una relación con quién es la VIDA en sí mismo.

Queremos plenitud, pero ni el trabajo, ni los viajes, ni las compras, ni las dietas, ni los hijos, ni la pareja, ni una larga vida pueden darnos la plenitud completa, solo puede llenarnos quién nos conoce más que a nosotros mismos.

Queremos ser amados, y en esa búsqueda buscamos respetos humanos, poder y éxitos mundanos, imagen perfecta y vientre plano, pero solo puede llenarnos completamente el amor de quién da la vida por nosotros sin esperar nada a cambio. Más aún, solo puede llenarnos el amor que puede librarnos de la muerte, que puede decirnos: “tú jamás morirás”.

Y es que la muerte no solo es la desaparición física, es también y profundamente, el sinsentido de una obra humana que no subsiste, de un hacer y atarearse para nada, de un amor que no puede prometer eternidad, que no engendra la vida verdadera.

La gran ceguera de todos nosotros es que no nos enfrentamos seriamente a nuestra mortalidad, y con ello desvalorizamos por completo lo que significa la vida. Minimizamos la muerte haciendo de la vida un parque de diversiones, experiencias y placeres para sonreir al final de la muerte porque “me divertí”, minimizando el dolor, el sufrimiento y los anhelos más humanos. No profundizamos tampoco en la muerte y con ello pensamos que la carrera, los hijos, los amigos y la compañía bastan para darle su significado, pero nos quedamos cortos, como corta es la vida de muchos que amabas y ya no están.

La conversión del corazón y la mente comienzan por preguntar ¿Qué es realmente la vida? ¿Qué es realmente vivir?

Entonces escuchamos la voz de Dios que vino para “darnos vida y dárnosla en abundancia”. Escuchamos que nos dice “la vida es esta, que te conozcan a ti, Dios verdadero y a Jesucristo”. Cristo, quien con su vaciamiento de sí mismo hasta la muerte, ha llenado cada vericueto de nuestra existencia, ya no hay lugar donde Dios no pueda acompañarnos.

Entonces entendemos que la vida no nos pertenece, sino que es un regalo que el Padre nos dona para que lo entreguemos completamente, hasta la “muerte”. Pero si intentamos apropiamos de “nuestra” vida, morimos ya, en ese instante, porque nos separamos de la única fuente de la vida, el Padre, la muerte física es ya solo la consumación de lo que habíamos decidido.

Pero cuando le regresamos la vida a Dios, cuando se la entregamos a través de nuestros amigos, hijos, esposa, conocidos, desconocidos, a través de todos los que Dios pone en nuestro camino… cuando entregamos la vida, la muerte no tiene la última palabra porque estamos unidos a la fuente de la vida. “Yo soy un Dios de vivos, no de muertos”.

¿Cuándo es cuando demostramos a Dios que realmente confiamos en que Él es Dios? Cuando la muerte deja de importar, cuando al mirar a Cristo, sabemos que ya fue asumida y vencida REALMENTE, por Él. Cuando deja de ser un mensaje piadoso y de estampitas paulinas y se convierte en la certeza que mueve todas mis acciones. Cuando REALMENTE dejamos que Dios sea Dios y yo me permito ser su hijo.