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Uno de los grandes misterios de la Semana Santa es la revelación de cómo Dios lidia en Cristo con nuestros rechazos, particularmente el rechazo más terrible de todos, la cruz. La cruz es aterradora porque insiste que Dios murió, y no solo muere, sino que lo hace de la manera más terrible que pudimos idear.

El misterio es que tal terrible respuesta hacia Dios, se encuentra precisamente con la aceptación de Dios de lo que nuestra negativa le impone. Dios en Cristo acepta la muerte y la muerte en la forma que ideamos: la muerte en una cruz.

Isaías prevé todo esto (la aceptación de Dios a la cruel sentencia de muerte que le imponemos a él) en el texto del “siervo”. Este “siervo sufriente”, quién es el mesías (Dios en Cristo), no ofrece resistencia a aquellos que lo quieren lastimar, que lo quieren matar.

¿Por qué?

Dios hace esto porque quiere revelar algo de extraordinaria importancia acerca de quién es él y que es lo que él quiere, particularmente cómo lidia con nuestros rechazos y negativas. Y lo que revela no solo es importante, sino también sorprendente.

Los estándares mundanos de justicia determinarían que el horror de la cruz debería enfrentarse con una ira aún más horrible, una ira por lo menos equivalente a lo que desatamos en la cruz. Si rechazamos a Dios, ¿no debería Dios rechazarnos?

La respuesta a esta pregunta, dada por Cristo en la cruz, es absolutamente inexplicable. Dios no nos rechaza; en cambio, nos imparte una misericordia que supera las demandas de la justicia, y endereza un mundo que se ha desviado hacia el mal. A través de nuestro rechazo a Dios clamamos por su ira. Pero Dios no quiere destruirnos; Dios quiere salvarnos.

Y entonces, lo que Dios hace con la cruz es aceptarla y luego transformarla, insertarse él mismo en los confines más profundos de nuestras negativas, descendiendo él mismo al abandono de Dios que nos imponemos a nosotros mismos, y desde ese lugar, ofrecernos su misericordia que es tan sorprendente como inmerecida. Nuestros intentos de destruir a Dios son tontos e inútiles, y al final, Dios socava todos nuestros intentos de hacerlo, porque en nuestros esfuerzos, no lo destruimos; solo corremos el riesgo de destruirnos a nosotros mismos. Y nuestra destrucción no es lo que Dios quiere.

Por lo tanto, Dios encuentra nuestras negativas con su misericordia. Ahora tenemos que decidir si estamos dispuestos a aceptar la misericordia de Dios. Si lo hacemos, entonces tenemos que cambiar.

Esta es la decisión que la cruz de Cristo exige que hagamos.

Porque la misericordia de Dios no se trata de evadir las consecuencias; se trata de la oportunidad de poner las cosas en su lugar, de arreglar las cosas. La misericordia de Dios es el regalo de otra oportunidad, una oportunidad que nos ofrece la posibilidad de ser cambiados, en lugar de arruinarnos.

¿Preferiríamos ser cambiados o arruinados? Dios nos muestra en la cruz de Cristo lo que él quiere. Pero, ¿qué es lo que nosotros queremos?

El Evangelio presenta el triste hecho de que Judas no estaba solo en su traición a Cristo. El hecho es que en su desilusión y miedo, muchos de los que estaban más cerca de Cristo lo abandonaron en su hora de mayor necesidad. A pesar de todas sus protestas de que no lo abandonarían, cuando llegó el momento y las sombras descendieron, muchos de los seguidores de Cristo corrieron a refugiarse en la noche.

Como era entonces, así es ahora.

Ninguno de nosotros debería ser tan orgulloso como para colocarse entre los pocos que permanecieron con Cristo mientras vivía su sufrimiento y muerte. El apóstol Pablo nos recuerda que, ninguno de nosotros debe estimarse más de lo que debería, que todos hemos pecado, todos nos hemos quedado cortos.

Es solo en una actitud de humildad que uno puede verdaderamente entrar en los misterios de la Semana Santa y apreciar su significado y comprender su propósito.

A menos que admitamos nuestras negativas, nos arrepintamos de nuestros pecados y tengamos la misma actitud que Cristo, “que se humilló a sí mismo y se vació de gloria”, optaremos por acechar en la oscuridad en lugar de caminar con el Señor Jesús a su luz.

La humildad es lo único que necesitamos esta Semana Santa.


Por: Fr. Steve Grunow, WordOnFire.org
Traducción: Editor Catolico.blog