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De todos los personajes que yo haya conocido el que más me impresiona es Lázaro. Sí, Lázaro, el que Jesús resucitó en el Evangelio. Me he preguntado muchas veces cómo sería su vida después de la resurrección, qué pensaría de los que lo rodeaban, cómo entendería esa segunda vida que le dieron de regalo. Me gustaría saber qué sentirla al ver de nuevo el sol, al oler las rosas, al acercarse -tal vez temblando- la cuchara a la boca, preguntándose quizá si esta segunda vida no sería un sueño o si, más bien, no habría sido un sueño toda la anterior. ¿Sería ahora -al paladearlo- más sabroso en su boca el jugo de las naranjas? Y el tiempo, ¿sería ahora para él más rápido y voraz o, por el contrario, lo vería pasar a su lado majestuosamente lento?

No lo sé. Pero de algo estoy seguro: ahora su vida sería distinta, todo tendría sentido, visto, como lo veía, a la luz de la muerte dejada atrás. ¿O quizá seguiría temiendo la segunda muerte, la definitiva? ¿Y la vería con terror? ¿Como un descanso definitivo? ¿Como un deseo de paz?

Eugene O´Neill, que como tantos escritores ha querido excavar en la vida de este muerto-resucitado, ponía en labios de Lázaro una risa terrible y compasiva cuando él, ya inmortal o, cuando menos, semi-inmortal, se volvía a sus pobres conciudadanos y les gritaba: «Esa es vuestra tragedia. ¡Olvidáis! ¡Olvidáis al Dios que hay en vosotros! ¡Queréis olvidar! El recuerdo implicaría el alto deber de vivir como un hijo de Dios… generosamente, con orgullo, con risa. ¡Esa sería una victoria harto gloriosa para vosotros, una soledad harto terrible! ¡Es más fácil olvidar, convertirse solamente en un hombre, en el hijo de una mujer; ocultarse en la vida contra su pecho, lloriquearle vuestro miedo a su resignado corazón y ser consolado por su resignación! ¡Vivir negando la vida!»

He releído centenares de veces estas palabras, saboreándolas, desmenuzándolas. Porque pocas leí más verdaderas. Es cierto: tal vez Dios misericordioso nos concedió la morfina del olvido para que no tuviéramos que pasarnos la vida descubriendo al lado de qué abismos vivimos, qué riesgo es el nuestro, si perdemos el Dios que llevamos dentro maniatado. El hombre, cada hombre, vive nueve de cada diez horas dormido. Se acurruca en su mediocridad. Vive como si le sobrara el tiempo y como si sus despilfarros de horas pudieran recuperarse mañana.

Vivir como el hombre -o mujer- que somos, como el hijo de Dios que somos, sería como tener doce caballos tirándonos del alma, sin dejarnos practicar el deporte que más nos gusta: dormir la siesta, dejarnos vivir, recostarnos en la almohada del tiempo que se nos escapa. Sí, cada hora muerta es como si nos arropásemos con nuestra propia losa. Sí, bailemos, encendamos el televisor y «matemos» esta tarde. Vivirla sería mucho más cuesta arriba. Y así, vamos matando y matando trozos de vida, convirtiéndonos no en hombres, sino en muñones de hombres incompletos.

«Murió prematuramente», decimos de quienes fallecen jóvenes. ¿Y quién no muere habiendo vivido -cuando más- un cuarto de sí mismo?

Extraído del libro “Razones para el amor”