La pandemia se ha llevado a muchos de nuestros amigos y seres queridos y preguntamos ¿dónde está Dios?
Rezamos pero no parece escuchar. Me rebelo y quiero dejar de creer, pero escucho esa voz interior que sabe con total certeza que “no podemos forzar a Dios con nuestras oraciones”. Porque si puedo forzar a Dios, ya no es Él, sino un ídolo que hace lo que le pido, un sirviente puesto a mis órdenes. Pedir es esperar pero jamás estar certeros de lo que el Señor hará ni como lo hará.
Se me olvida que Dios es dueño de la vida, es dueño porque él la creó, nunca, ni de ninguna manera podría darme la vida a mí mismo, es un don que recibo con agradecimiento.
Se me olvida que Dios me dona la capacidad de amar y por eso sufro. Todos mis amores tienen su fundamento en la libertad que Dios me da. Si puedo amar es porque Dios me insufla esa capacidad. Sin ello sería como un ciempiés o una roca.
Se me olvida que el mal y el dolor existen por la ruptura entre Dios y la humanidad. Una ruptura que daña además, todas las demás relaciones, con mi familia, con mi comunidad, con la creación, conmigo mismo.
Se me olvida que Dios es Padre, y es dueño no como los tiranos, sino sabio… y amándonos profundamente nos guía para sanar y recuperar las rupturas que llevamos a causa del pecado, pecado que no es más que todo lo que pensamos y hacemos desgarrando nuestras relaciones, olvidando que somos hijos de Dios.
Se me olvida que Dios no me explica el sufrimiento como los filósofos, desde la teoría, sino que viene y se encarna, asume mi humanidad y experimenta el sufrimiento en su propia carne… llenando la vida humana, llenando el vacío y el dolor, llenando incluso la muerte, de su presencia.
Si el sufrimiento y la muerte eran una ruptura de mis relaciones, yo que fui creado para amar, yo que fui creado como “relación”, entonces Dios hace un revés cuando precisamente en la cruz, repara la ruptura entre el hombre y Dios, cuando desde su vida en Cristo, nos muestra cómo amar con la la confianza de hijos en el Padre. Cuando desde su muerte llena la de nosotros de su presencia y compañía, incluso ahí donde nadie más puede acompañarme, ahí donde solo había ruptura irreparable y oscuridad.
El dolor, el sufrimiento y la muerte, no dejan de existir porque son consecuencias irrevocables de las rupturas provocadas por nuestra libertad, pero cuando Dios las llena de su presencia, esas rupturas son sanadas por el amor creador que nos da y mantiene la vida, a nosotros y a todos los que amamos.
La enfermedad es temporal, la muerte es temporal, lo sabemos por aquel que resucitó por nosotros, aquel que sufrió por nosotros, aquel que nos amó por nosotros, tanto tanto, que nos acompaña hasta cualquier límite de nuestra vida, siempre y para siempre. Por eso rezo, para mantenerme siempre en relación con quien me ama más que yo a mí mismo.
Y por último, se me olvida que morir “e irme al cielo” no es irme a una media existencia angelical en nubes y cantos… cuando Cristo resucita lo hace en un cuerpo… cuando Dios nos hace hombres nos promete un jardín, cuando nos hace esperar una victoria, nos promete una nueva creación. Es decir, la reparación de todas nuestras rupturas con Dios, los demás, nosotros mismos y la creación.
¿ Y cómo será todo esto?
“Lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman”. 1 Corintios 2,9
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