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1. Lectura rezada

Se toma una oración escrita, por ejemplo un salmo u otra oración cualquiera. Atención, pues: no se trata de leer un capítulo de la Biblia o un tema de reflexión, sino de una oración.

Tomar posición exterior y actitud interior orantes. Sosegarse e invocar al Espíritu Santo.

Comienza a leer despacio la oración. Muy despacio. Al leerla, trata de vivenciar lo que lees. Trata de asumirlo, de decirlo con “toda el alma”, haciendo “tuyas” las frases leídas. Si te encuentras con una expresión que “te dice” mucho, parar ahí mismo. Repetirla muchas veces, uniéndote mediante ella al Señor, hasta agotar la riqueza de la frase, o hasta que su contenido inunde tu alma. Piensa que Dios es como la Otra Orilla; para ligarnos con esa Orilla no necesitamos de muchos puentes; basta un solo puente, una sola frase para mantenernos enlazados.

Si no sucede esto, proseguir leyendo muy despacio, asumiendo y cordializando (llevando al corazón) el significado de lo que lees. Parar de vez en cuando. Volver atrás para repetir y revivir las expresiones más significantes.

Si en un momento dado te parece que puedes abandonar el apoyo de la lectura, deja a un lado la oración escrita y permite al Espíritu Santo manifestarse dentro de ti con expresiones espontáneas e inspiradas.

Esta modalidad, fácil y eficaz siempre, ayuda de manera particular para dar los primeros pasos, para las épocas de sequedad o aridez, o simplemente en los días en que a uno no le sale nada por la dispersión mental o la agitación de la vida.

2. Lectura meditada

Es necesario escoger un texto cuidadosamente seleccionado, que no disperse sino que concentre, y de preferencia absoluta la Biblia. Es conveniente tener conocimiento personal sobre ella sabiendo dónde están los temas que a ti te dicen mucho, por ejemplo, sobre la consolación, la esperanza, la paciencia… para escoger aquella materia que tu alma necesita en ese día. También se puede seguir el orden litúrgico, mediante los textos que la liturgia señala para cada día.

Toma la posición adecuada. Pide la asistencia al Espíritu Santo y sosiégate.

Comienza a leer despacio, muy despacio. En cuanto leas, trata de entender lo leído: el significado directo de la frase, su contexto, y la intención del autor sagrado. Aquí está la diferencia entre la lectura rezada y la lectura meditada: en la lectura rezada se asume y se vive lo leído (fundamentalmente es tarea del corazón), y en la lectura meditada se trata de entender lo leído (actividad intelectual, principalmente, en que se manejan conceptos explicitándolos, aplicándolos, confrontándolos para profundizar en la vida divina, formar criterios de vida, juicios de valor; en suma, una mentalidad cristiana).

Sigue leyendo despacio, entendiendo lo que lees. Si aparece alguna idea que te llama fuertemente la atención, para ahí mismo; cierra el libro; da muchas vueltas en tu mente a esa idea, ponderándola; aplícala a tu vida; saca conclusiones. Si no sucede esto (o después que sucedió), continúa con una lectura reposada, concentrada, serena.

Si aparece un párrafo que no entiendes, vuelve atrás; haz una amplia relectura para colocarte en el contexto: y trata de entenderlo en éste.

Prosigue leyendo lenta y atentamente. Si en un momento dado se conmueve tu corazón y sientes ganas de alabar, agradecer, suplicar… hazlo. Si no sucede esto, prosigue leyendo lentamente, entendiendo y ponderando lo que lees.

Es normal y conveniente que la lectura meditada acabe en oración. Procura, también tú, hacerlo así.

Es de desear que la lectura meditada se concretice en criterios prácticos de vida, para ser aplicados en el programa del día.

Es de aconsejar absolutamente que durante la meditación se tenga siempre en la mano un libro, sobre todo la Biblia. De otra manera se pierde mucho tiempo. No es necesario leer todo el rato. Santa Teresa, durante catorce años, era una nulidad para meditar, si no tenía libro en mano.

3. Para meditar y vivir la Palabra

1. Hacer una lectura lenta, muy lenta, con pausas frecuentes.

2. El alma vacía, abierta y serenamente expectante,

3. Lectura desinteresada: no buscando algo, como doctrina, verdades…

4. Leer “escuchando” (al Señor) de alma a alma, de persona a persona, atentamente, pero con una atención “pasiva”, sin ansiedad.

5. No esforzarse por entender intelectualmente ni literalmente, no preocuparse de “qué quiere decir esto”, sino preguntarse “qué me está diciendo Dios con esto”, no estancarse en frases sueltas que, acaso, no se entienden sino dejarlas sin preocuparse de entender literalmente todo.

6. Las expresiones que te han conmovido mucho, subrayarlas con un lápiz y colocar al margen una palabra que sintetice aquella impresión fuerte.

7. Retirar el nombre propio que aparece (por ejemplo, Israel, Jacob, Samuel, Moisés, Timoteo…) y sustituirlo por tu propio nombre personal, y sentir que Dios te llama por tu nombre.

8. Si la lectura no te “dice” nada, quedarte tranquilo y en paz; podría ser que la misma lectura otro día te “diga” mucho; por detrás de nuestro trabajo está, o no está, la gracia; la “hora” de Dios no es nuestra hora: tener siempre mucha paciencia en las cosas de Dios.

9. No luchar por atrapar y poseer exactamente el significado doctrinal de la Palabra, sino más bien meditarla como María, darle vueltas en la mente y en el corazón, dejándose llenar e impregnar de las vibraciones y resonancias del corazón de Dios, y “conservar” la Palabra, es decir, que esas resonancias sigan resonando a lo largo del día.

10. En los salmos, “imaginar” qué sentiría Jesús (o María) al pronunciar las mismas palabras; colocarse mentalmente en el corazón de Jesús y desde ahí dirigir a Dios esas palabras, “en lugar de Jesús”, rezarlas en su espíritu, con su disposición interior, con sus sentimientos.

11. Ocuparse con frecuencia en aplicar a la vida la Palabra meditada: reflexionar en qué sentido y circunstancias los criterios encerrados en la Palabra deben influir y alterar nuestro modo de pensar y actuar, porque ella debe interpelar y cuestionar nuestras vidas; así los criterios de Dios llegarán a ser nuestros criterios hasta transformarnos en verdaderos discípulos del Señor.

12. En suma: leer, saborear, rumiar, meditar, aplicar.

4. Ejercicio auditivo

Tomar una expresión fuerte que te llene el alma (por ejemplo “mi Dios y mi Todo”) o simplemente una palabra (Ej. “Jesús”, “Señor”, “Padre”). Comienza a pronunciarla, con sosiego y concentración, en voz suave, cada 10 o 15 segundos.

Al pronunciarla, trata de asumir vivencialmente el contenido de la palabra pronunciada. Toma conciencia de que tal contenido es el Señor mismo. Comienza a percibir cómo la “presencia” o “Sustancia”, encerrada en esa expresión va lenta y suavemente inundando tu ser entero, impregnando tus energías mentales.

Ve distanciando poco a poco la repetición, dando lugar, cada vez más, al silencio.

5. Oración escrita

Se trata de escribir aquello que el orante quisiera decir al Señor.

Para momentos de emergencia puede resultar la única manera de orar, en tiempos de suma aridez o de aguda dispersión, o en los días en que uno se siente despedazado por graves disgustos.

Tiene la ventaja de concentrar mucho la atención, y la ventaja también de que puede servirme para orar tiempo más tarde.

6. Ejercicio visual

Se toma una estampa expresiva, por ejemplo una imagen de Jesús o de María u otro motivo, estampa que exprese fuertes impresiones, como paz, mansedumbre, fortaleza… lo importante es que a mí me diga mucho.

Toma la estampa en la mano y, después de sosegarte e invocar al Espíritu Santo, quédate quieto mirando simplemente la estampa, en su globalidad, en sus detalles.

En segundo lugar, capta como intuitivamente, con concentración y serenidad las impresiones que esa imagen evoca para ti. Qué te dice a ti esa figura.

En tercer lugar, con suma tranquilidad trasladarme mentalmente a esa imagen, como si yo fuera el de la imagen, y, reverente y quieto, hacer “mías” las impresiones que la figura despierta para mí. Y así identificado yo mentalmente con esa figura, permanecer largo rato, impregnada toda mi alma con los sentimientos de Jesús que la estampa expresa. Es así como el alma se reviste de la figura de Jesús y participa de su disposición interior.

Finalmente, en este clima interior, trasladarme mentalmente a la vida, imaginar situaciones difíciles y superarlas con los sentimientos de Jesús. Y así ser fotografía de Jesús en el mundo.

Esta modalidad se presta especialmente para personas que tienen facilidad imaginativa.

7. Oración de abandono

Es la oración (y actitud) más genuinamente evangélica. La más liberadora. La más pacificadora. No hay anestesia que tanto suavice las penas de la vida como un “yo me abandono en Ti”

Como disposición incondicional, debes reducir a silencio la mente que tiende a rebelarse. El abandono es un homenaje de silencio en la fe.

Vete depositando, pues, en silencio y paz, con una fórmula, todo aquello que te disguste: tus progenitores, aspectos de tu figura física, las enfermedades, la ancianidad, las impotencias y limitaciones, los rasgos negativos de tu personalidad, personas próximas que te desagradan, historias dolientes, memorias dolorosas, fracasos, equivocaciones…

Puede ser que, al recordarlos, te duelan. Pero, al depositarlos en las manos del Padre, te visitará la paz.

8. Salida y quietud

En este ejercicio se pronuncia mentalmente o en voz suave alguna expresión.

Apoyado en la frase, el “yo” sale hacia el “TU”. Al asumir y vivenciar el significado de la frase, ésta toma tu atención, la transporta y deposita en un TU. Hay, pues, un movimiento o salida. Y así, todo “yo” queda en todo TU. Queda fijo, inmóvil. Hay también una quietud. No debe haber movimiento mental. O sea, no debes preocuparte de entender lo que la frase dice. Nosotros, ahora, estamos en adoración, no debe haber, pues, actividad analítica.

Al contrario, la mente, impulsada por la frase, se lanza hacia un TU, admirativamente, contempladora, posesivamente, amorosamente. Ejemplo, si dices “Tú eres la Eternidad Inmutable” no debes preocuparte de entender o analizar cómo y por qué Dios es eterno, sino mirarlo y admirarlo estáticamente como eterno.

Después de silenciar todo el ser, haz presente en la fe a Aquel en quien existimos, nos movemos y somos.

Comienza a pronunciar las frases en voz suave. Trata de vivir lo que la frase dice hasta que tu alma quede impregnada de la sustancia de la frase.

Después de pronunciarla, quédate en silencio unos treinta segundos o más, mudo, quieto, como quien escucha una resonancia, estando la atención inmóvil, compenetrada posesivamente, identificada adhesivamente con la sustancia de la frase, que es Dios mismo.

En este ejercicio tienes que dejarte arrebatar por el TU. El “yo” prácticamente desaparece mientras que el TU domina toda la esfera.

He aquí unas cuantas expresiones que pueden servir para este ejercicio:

Tú eres mi Dios. Desde siempre y para siempre tú eres Dios. Tú eres eternidad inmutable.

9. Ejercicio de acogida

Así como en el ejercicio “Salida y quietud” el “yo” sale y se fija en el TU, en este ejercicio de acogida, yo permanezco quieto y receptivo, y el TU sale hacia mí y yo acojo, gozoso, su llegada. Es conveniente efectuar este ejercicio con Jesús resucitado.

Utilizamos el verbo sentir. Sentir no en el sentido de emocionarse, sino de percibir. Se pueden sentir tantas cosas sin emocionarse. Siento que el suelo está frío, siento que la cabeza me duele, siento que hace calor, siento tristeza.

Ayúdate de ciertas expresiones (que al final indicaré), comienza a acoger, en la fe, a Jesús resucitado y resucitador que llega a ti. Deja que el espíritu de Jesús entre e inunde todo tu ser. Siente que la presencia resucitada de Jesús llega hasta los últimos rincones de tu alma mientras vas pronunciando las expresiones. Siente cómo esa Presencia toma plena posesión de lo que eres, de lo que piensas, de lo que haces; cómo Jesús asume lo más íntimo de tu corazón. En la fe, acógelo sin reservas, gozosamente.

En la fe, siente cómo Jesús toca esa herida que te duele; cómo Jesús saca la espina de esa angustia que te oprime; cómo te alivia esos temores, te libera de aquellos rencores. Hay que tomar conciencia de que esas sensaciones generalmente se sienten en la boca del estómago como espadas que punzan. Por eso se habla de la espada del dolor.

Luego salta a la vida. Acompañado de Jesús y revestido de su figura, haz un paseo por los lugares donde vives o trabajas. Preséntate ante aquella persona con quien tienes conflictos. Imagínate cómo la miraría Jesús. Mírala con los ojos de Jesús. Cómo sería la serenidad de Jesús si tuviera que enfrentarse con aquel conflicto, afrontar esta situación, qué diría a esta persona, cómo serviría en aquella necesidad. Imagina toda clase de situaciones, aun las más difíciles, y déjale a Jesús actuar a través de ti: mira por los ojos de Jesús, habla por su boca, que su semblante aparezca por tu semblante. No seas tú quien viva en ti sino Jesús. Es un ejercicio transformante o cristificante.

Toma una posición orante. Igual que en el ejercicio “Salida y quietud”, después de pronunciar y vivir la frase quédate un tiempo quieto y en silencio, permitiendo que la vida de la frase resuene y llene el ámbito de tu alma.

Jesús, entra dentro de mí. Toma posesión de todo mi ser. Tómame con todo lo que soy, lo que pienso, lo que hago.

Toma lo más íntimo de mi corazón. Cúrame esta herida que tanto me duele. Sácame la espina de esta angustia. Retira de mí estos temores, rencores, tentaciones.

Jesús ¿qué quieres de mí?

¿Cómo mirarías a aquella persona?

¿Cuál sería tu actitud en aquella dificultad? ¿Cómo te comportarías en aquella situación?

Los que me ven, te vean, Jesús. Transfórmame todo en ti. Sea yo una viva transparencia de tu persona.

10. “En lugar de” Jesús

Imaginar a Jesús en adoración, por ejemplo de noche, en la mañana, bajo las estrellas.

Con infinita reverencia, en fe y paz, entra en el interior de Jesús. Trata de presenciar y revivir lo que Jesús viviría en su relación con el Padre, y así participa de la experiencia profunda del Señor.

Trata de presenciar y revivir los sentimientos de admiración que Jesús sentiría por el Padre. Decir con el corazón de Jesús, con sus vibraciones, por ejemplo, “glorifica tu nombre”; “santificado sea tu nombre”.

Colocarse en el interior de Jesús, revivir aquella actitud de ofrenda y sumisión que Jesús experimentaría ante la voluntad del Padre cuando decía: “No lo que yo quiero, sino lo que quieras Tú”. “Hágase tu voluntad”.

Qué sentiría al decir “como Tú y yo somos una misma cosa”, al pronunciar “Abba” (¡querido Papá!), tratar de experimentarlo. Ponerse en el corazón de Jesús para pronunciar la oración sacerdotal, capítulo 17 de San Juan.

Todo eso (y tantas cosas) hacerlo “mío” en la fe, en el espíritu para revestirme de la disposición interior de Jesús. Y regresar a la vida llevando en mí la vida profunda de Jesús.

Esta modalidad de oración sólo será posible en el Espíritu Santo “que enseña toda la verdad”.

11. Oración de contemplación

Las señales de que el alma entró en la contemplación, según san Juan de la Cruz, son las siguientes:

— Cuando el alma gusta de estarse a solas con atención amorosa y sosegada en Dios.

— Dejar estar el alma en sosiego y quietud, atenta a Dios, aun pareciéndole estar perdiendo el tiempo, en paz interior, quietud y descanso.

— Dejar libre al alma sin preocuparse de pensar o meditar. Sólo una advertencia sosegada y amorosa a Dios.

a) Silencio. Hacer vacío interior. Suspender la actividad de los sentidos. Apagar recuerdos. Desligar preocupaciones.

Aislarse del mundo exterior e interior. No pensar en nada. Mejor, no pensar nada.

Quedar más allá del sentir y de la acción sin fijarse en nada, sin mirar nada ni dentro ni fuera.

Fuera de mí, nada. Dentro de mí, nada.
¿Qué queda? Una atención de mí mismo a mí mismo, en silencio y paz.

b) Presencia. Abrir la atención al Otro, en fe, como quien mira sin pensar, como quien ama y se siente amado.

Evitar “figurarse” a Dios. Toda imagen o forma de Dios debe desaparecer. Es preciso “silenciar” a Dios de cuanto signifique localidad. A Dios no corresponde el verbo estar, sino el verbo ser. El es la Presencia Pura y Amante y Envolvente y Compenetrante y Omnipresente.

Sólo queda un Tú para el cual yo soy una atención abierta, amorosa y sosegada.

Practicar el ejercicio auditivo hasta que la palabra “caiga” por sí misma. Quedar sin pronunciar nada con la boca, nada con la mente. Mirar y sentirse mirado. Amar y sentirse amado. Yo soy como una, playa. El es como el mar. Yo soy como el campo. El es como el sol. Dejarse iluminar, inundar, AMAR. DEJARSE AMAR.

Fórmula del ejercicio: Tú me sondeas. Tú me conoces. Tú me amas.

12. Orar con la naturaleza

De vez en cuando te servirá repetir del Salmo 104: “Cuán inmensas son tus obras, Dios mío. Todas las has hecho con sabiduría. La tierra está llena de tus criaturas” (v.24).

Escuchar, absorber y sumergirse en la armonía de la creación” entera. Quedarse concentrado y receptivamente atento a cada una de las voces del mundo: los mil insectos que gritan su alegría de vivir; los variados cantos de tantas aves; el rumor del viento o del río; grillos, ranas, gallos, perros, todos los seres vivientes que expresan la alegría de su vivir y, a su manera, aclaman y cantan, agradecidos, al Señor. A nombre de ellos, y con ellos, decir: “Criaturas todas del Señor, bendecid al Señor”.

Provocar en mí una sensación de fraternidad universal; sentir, en Dios, a cada criatura como hermana; sentir que, en Dios, soy una unidad con todo lo que ven mis ojos; sumergirme

vitalmente en la gran familia de la creación, sentirme participando gozosamente de la palpitación de todas las criaturas, sintiendo la dicha de vivir que, sin conciencia de ello, experimentan todas ellas, corno nadando yo en el mar de la vida universal y vibrando con la ternura del mundo.

Pedirles perdón por el avasallamiento al que son sometidas de parte del hombre; por tantos atropellos y crueldades que cometen con ellas. Sentir y expresar gratitud por tantos beneficios que las criaturas aportan para la felicidad del hombre.

Manual de Oración
P. Ignacio Larrañaga