Es hasta muy curioso que un evangelio como el de San Mateo, escrito de cara a los cristianos provenientes del judaísmo, les (nos) muestre como primeros ejemplos de santidad esas notas disonantes:
-Unos niños que sin comerla ni beberla dieron testimonio del Don de Dios y
-Unos magos que sin estar en el centro del problema de los judíos con sus Escrituras, pudieron reconocer el Don de Dios y proclamarlo.
Lindo palo por la cabeza a la soberbia de los que nos creemos (y eso existió y existirá siempre), elegidos por raza, sangre, pueblo, tradición cultural, familia católica, o vaya a saber cuantos “derechos adquiridos” ante Dios.
Más o menos como si San Mateo, al empezar su evangelio hubiera dicho:
«Señores: les voy a proclamar la Palabra que Uds. ya tenían en sus Escrituras, Uds. podían verla, podían comprender todo lo que Dios obra, y hubiera sido meritorio.
Pero les ganaron de mano, porque antes que ustedes lo comprendieron otros a quienes no se les había dirigido.
Así que ahora se las voy a proclamar, a condición de que ustedes sepan abandonarse a sí mismos y ser como esos niños inocentes o como esos magos orientales: ignorantes del verdadero Dios, pero generosos de su propia vida.»
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